Cartel de la obra |
Nunca un viaje al Ártico fue tan
poético. Y nunca una muerte fue mejor acompañada. Si pudiera elegir
en qué circunstacias morir sin duda optaría por la que nos propone
Horizonte artificial en la Sala Caurta Pared (dentro del proyecto ETC). No lo digo por
la forma en la que nuestra protagonista muere, sino que destaco de
quién se acompaña para llevarlo a término. Un viaje imaginario de
cuatro hermanos que recorren en un submarino la distancia que separa
a nuestra protagonista de su muerte. Un juego caleidoscópico con
múltiples puntos de vista, y así está tratado también el espacio
en el que se desarrolla la acción.
Dos planos configuran la historia que
se nos muestra: por un lado la vida «real» de la protagonista, es
decir, sus últimos momentos de vida y por otro, el mundo imaginario
que los personajes crean, porque esta realidad imaginada, que no por
imaginada es menos real, se juega a cuatro bandas; este es el truco
de la obra y desde donde se configuran todos los puntos de vista.
Todos, los cuatro hermanos contruyen esta despedida a modo de juego.
Un acierto el tratamiento de la muerte desde ese lado, y un acierto
trabajar este trance desde lo infantil, desde lo ingenuo, lo blanco,
lo que no tiene mancha. Y desde el frío, que no se nos olvide el
frío.
¿Cómo lo hacen, cómo lo llevan a
cabo? Pues desde la cuidada dirección de Arturo Bernal y con un
brillante equipo técnico y un grupo de cuatro actores que se dejan
la piel y el cuerpo en la escena. El texto es un acompañamiento a
todo lo demás que es la obra: el espacio sonoro, el juego de luces,
el expléndido trabajo de cuerpo que hacen los actores, el
tratamiento del espacio físico y el no físico, el lugar emocional
desde el que se nos cuenta este viaje-despedida...
Los actores se disponen formando un
ring acotado por las butacas y desde el preciso momento en el que
nuestra protagonista comienza a moverse en el centro de la escena, el
espacio se convierte en un todo orgánico que respira, que piensa,
que luce por su cuenta dando vida, paradójicamente, a los
personajes. Y toda la historia, todo el viaje imaginario se hace
desde el cuerpo que juega a invertarse, en un espacio vacío que
tiene en sí todas las posibilidades, una circunstancia diseñada a
la medida, bien como escapatoria bien como arquitectónica para
entender un mundo demasiado injusto, a lo mejor. Así los sonidos de
las máquinas que ligan a nuestra protagonista al hilo de vida a la
que se aferra, se convierten, en manos de sus hermamos, en los
sonidos de válvulas y motores de un submarino que les aleja de esa
realidad de la que huyen y les acerca a la cima a la que nuestra
protagonista tiene llegar, sola, porque esta es la premisa de este
juego de muerte. Las transiciones o los momentos en los que nuestra
protagonista vuelve al «mundo real» se hilvanan con un dramatismo
que sobrecoje porque ponen de manifiesto la fragilidad de los
personajes y la tragedia que se avecina y que no pueden retrasar
aunque la disfracen.
Los actores que dan vida a esta
historia están a la altura que requiere la trama, jugando
acertamentente a la convención que se nos propone en la obra. Una
obra que no es fácil de defender por las peculiaridades de la propia
puesta en escena, a veces un tanto lenta, a veces un tanto
explicativa y reiterativa en las acciones —quizá estos momentos en
los que se sobreexplica son necesarios para que los actores recreen
lo onírico—. Lo que sí es cierto es que crean el clima adecuado,
la atmósfera en la que se difumina la delgada línea que separa la
vida de la muerte, el sueño de la vigilia, la realidad de lo
imaginario.
Si vas a verla déjate llevar —puede
incluso que te emociones en algunos momentos, como me pasó a mí—,
acepta la invitación a jugar con ellos, porque cuando acabe la obra
descubrirás, sí aún no te has dado cuenta, lo maravilloso que es
estar vivo.
Apunta: Conchita Piña
Ficha artística:
Autora: Andrea Revilla-Fleury
Dirección y adaptación: Arturo Bernal
Intérpretes: Jaime Moreno, Itziar Ortega, Ana Petite, Tito Rubio-Iglesias
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