¡LARGA VIDA A VERDI!

CARTEL
 Con la representación de ayer de La Traviata, de Giuseppe Verdi, en el Nuevo Teatro Alcalá concluyó la revisión -coincidente con el bicentenario del nacimiento del autor- que se ha llevado a cabo de su trilogía. Más que nunca se llenó el teatro, para gran alegría de esta cronista: no por casualidad La Traviata es una de las óperas más representadas del mundo con páginas tan celebérrimas como el Brindis.


Esta ópera, basada en la novela La dama de las camelias de Alexandre Dumas, requiere de la intervención de tres cantantes que asuman la enorme complejidad de los protagonistas: en esta ocasión, la soprano Chantal García afrontó con energía e impulso el dificílisimo papel de Violeta Valéry, la traviata, palabra italiana que, por cierto, significa 'extraviada, perdida' y alude al carácter cortesano de la dama. Curiosamente solo en una ocasión, ya en el cuarto acto, y en uno de los pasajes más emocionantes, se menciona esa palabra en el libreto. El tenor Houari Aldana cantó Alfredo con voz bonita y juvenil pero carente de la fuerza que además el personaje requiere. Boro Giner, barítono, fue el padre de Alfredo, desencadenante de la tragedia, y fue un Germont vocalmente sólido y de eficaz presencia escénica. El coro del Estudio Lírico y la orquesta Filarmónica del Mediterráneo, dirigidos nuevamente con mimo y buen criterio por Elena Herrera, contribuyeron a una representación de buen nivel.



La Traviata, estrenada en Venecia en 1852, con no demasiado éxito, se ha convertido con el tiempo en una de las obras de referencia del panorama lírico. Con esta obra Verdi se alejó de hechos históricos y grandes tragedias para ofrecer un drama psicológico, que insistió, además, en ambientar en época contemporánea a la suya. Que en la actualidad algunos montajes (no es el caso del que comentamos) se desarrollen en el siglo XXI no solo nos parece favorable sino coherente en última instancia con la intención del propio Verdi. Tras la trilogía, llegarían no pocas óperas maestras, como Don Carlo, Aida, Otello o Falstaff y el autor se convirtió, por derecho propio, en uno de los compositores más valorados del mundo. En Italia llegó a ser un símbolo nacional, que puso música al nacimiento de una nación. Tal es el cariño que despertó que, poco antes de su muerte en Milán, sus compatriotas cubrieron con paja la calle en cuyo hotel convalecía, para que no le molestaran los ruidos de los coches de caballos. El cortejo fúnebre fue sencillo pero, a su paso, se entonaba espontáneamente el entonces ya famosísimo coro Va pensiero, de Nabucco, sin duda, el mejor homenaje posible.


Este año conmemoramos el bicentenario de su nacimiento, y que sean muchos más, y que muchos más programadores y productores se atrevan, como el Nuevo Teatro Alcalá (con la que está cayendo pero con lo necesario que es difundir formas diversas de cultura), a organizar ópera. No es fácil ni barato pero la respuesta del público parece indicar que felizmente existe una audiencia dispuesta a gozar, como siempre se ha hecho, del posiblemente espectáculo más completo y complejo 
que se puede ver en un teatro.

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